En nuestra imaginación colectiva, el número 7 evoca todo tipo de asociaciones misteriosas que lo convierten en el número místico por excelencia, como representando a la divinidad misma. En la cultura popular, por ejemplo, se repite comúnmente que es un número “cabalístico”, signifique eso lo que signifique… Desde luego la principal referencia de donde se deriva el simbolismo del número 7 son los siete planetas clásicos: el cosmos geocéntrico donde la Tierra se halla envuelta por las siete esferas planetarias concéntricas, las cuales conforman el alma cósmica, encontrándose más allá de esta, a continuación, la inteligencia universal, el ámbito inteligible o espiritual, identificado con la esfera de las estrellas fijas, las constelaciones; comúnmente esta es considerada la octava esfera. Tras esta encontramos una o dos esferas más, la última correspondiendo a la divinidad que todo lo abarca a la vez que lo trasciende; primer principio de donde todo procede, también comúnmente descrito como un proceso de irradiación o emanación luminosa desde un centro.
Aquella es propiamente la primera esfera, de la que surge a continuación la inteligencia y luego las siete esferas planetarias en el llamado orden caldeo: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio, Luna. Y finalmente la Tierra, el ámbito de lo natural, lo físico, lo corporal; comúnmente, la décima esfera, pleno despliegue o expresión del proceso emanativo que tiene su inicio en el primer principio, la unidad. Esta dinámica de la creación, la cual se da en orden descendente, si bien tiene su origen en la divinidad, y su principio causal en el ámbito de las esencias, de lo inteligible/espiritual, al que corresponde la eternidad, tiene su inicio temporal en el ámbito del alma, las esferas planetarias. Temporalidad que, al ser cíclica (imagen móvil de la eternidad, dirá Platón), producirá un cosmos eterno, es decir, sin principio ni fin temporal; en rigor, no exactamente eterno (atributo de lo esencial/espiritual) si no perpetuo. Dicha dinámica de la creación, pues, se expresa en las revoluciones de los planetas como un verbo divino, como si los planetas fueran letras, dirá otro platónico (Plotino). Corresponde al alma del mundo la modelación de la realidad sensible, producción que tiene su agencia en las siete facultades o potencias que la conforman, y que simbólicamente se lleva a cabo en siete días. El día es la unidad natural de tiempo más básica de la creación: un ciclo solar, análogo a ese otro ciclo solar fundamental para la creación que es el año.
El proceso referido es ilustrado por el relato del Génesis, donde la creación se da en siete días, los cuales expresan el orden caldeo de los planetas, con los cuales los judíos estaban familiarizados. Posteriormente, los romanos siguieron el modelo caldeo de la semana de siete días, empleando las correspondencias planetarias greco-romanas, semana que seguimos empleando hasta el día de hoy. Pero no solamente cada día corresponde a un planeta, sino que cada día es dividido en veinticuatro horas, doce horas diurnas y doce horas nocturnas, cada una de las cuales está regida también por uno de los siete planetas clásicos, sistema que se sigue empleando hasta el día de hoy, si bien cabe aclarar que no son exactamente las veinticuatro horas del reloj; se trata de hora y días naturales, no legales; días que comienzan al amanecer como sería obvio pensar: ¡¿a quién carambas se le ocurrió que el “día” comienza a la media noche?!
El que cada una de las veinticuatro horas del día está regida por un planeta en un orden específico, nos permite organizar las actividades de nuestros días de acuerdo con aquel ordenamiento para así asegurarnos mayores probabilidades de éxito, de armonía y productividad en dichas actividades. Se trata de un sencillo sistema astrológico que nos permite encontrar cuál es el momento más oportuno para realizar tal o cual actividad, sea de carácter espiritual o de carácter mundano, tratándose de un sistema integral que permite ambas aplicaciones, pudiendo usarse tanto para los rituales y la meditación como para realizar cualquier iniciativa cotidiana.
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